pasos perdidos

Alberto camina con miedo de pisar mierda. Que no le pertenece y arrastrarla con él.
Los pasos son cortos y espaciados como marcando un suave ritmo de Jazz.
Hace unos días que no puede dormir. Se acostó a las dos de la madrugada, pensando en las deudas que sigue sin saldar. Llegar a fin de mes le parece un juego de lo más retorcido. 
Su piso es viejo. Su coche se está cayendo a trozos. Su trabajo es inestable, pero aún sigue trabajando. Ayer despidieron a Pablo, el informático y se fué triste y a la vez, sin demostrarlo en su mirada.
Alberto y Pedro eran buenos amigos. Bebían juntos cada semana y también compartían afinidades musicales y deportivas. Su mujer, Graciela, era un encanto que preparaba como nadie la tortilla de patatas que se comían mientras veían la tele. Siempre tenían en casa una provisión de los vinos predilectos de ambos.
Hace tres semanas que no saben nada de Pedro y su mujer. Quizá han dejado el piso del centro para irse a Tenerife a casa de los padres de ella. A Pedro siempre le fascinó el sol y la vida junto al mar.
Anoche se suicidó la portera con el matarratas que cada noche colocaba estratégicamente en el parking del inmueble. La mayoría de los vecinos no han asistido a su funeral.
Alberto fué. La verdad es que no tenía nada mejor que hacer. Ha llevado un ramo de gardenias, que era lo más barato que había en la floristería.
El sabe que ese es el destino con el que nos marcan a todos al nacer...
Allí es donde van a parar los pasos.
Unos pasos perdidos, enterrados, y aniquilados...