Adriana ayer clavó un cuchillo en la garganta de un hombre alto, vestido de blanco, sobre el que resaltó la sangre, que comenzó a brotar como sale el agua de una tubería rota. La razón todavía la desconoce.
Tiene sangre en sus manos, en el cuerpo y en el suelo. Unas gotas imborrables que adivinan a primera vista, que allí se ha matado a un hombre.
A un hombre inocente. Ella no lo sabe ni le interesa. Ni siquiera recuerda quién era. Pero es culpable. Aunque sin testigos. Eso le procura tiempo para pensar en cuanto se tranquilice.
Pero su mente sólo es capaz de repetir una y otra vez cómo se abalanzó sobre un hombre mucho más corpulento que ella y le clavó en la garganta el cuchillo que llevaba en sus manos, sintiendo el crujido de sus huesos, tal y como lo oye cuando trocea un pollo. Y la sangre le salpica en las manos y en la cara.
Se siente fugitiva. Mil dudas sobre su culpabilidad. Se siente incapaz de cargar con la muerte de un hombre sin la condena social, y al mismo tiempo, de sacrificar su libertad por la muerte de un hombre al que todavía no recuerda.
No sabe si era su hermano, su amante, un vecino, el panadero o el cartero...
. . . . . .
Acaban de abrir una puerta. Se encuentra en una habitación con azulejos verdes, techo blanco y quizá, algunas motas azules. Está acostada. No puede moverse. Lo intenta. No. No puedo moverse. Se acerca una mujer vestida de blanco. Le mira a los ojos y dice algo. No la oye o no la entiende. Siente un pinchazo en el brazo y un dolor corto pero intenso.
Las gotas de sangre se evaporan. El lecho donde se encuentro flota, y los azulejos se despegan y se suspenden por la habitación. Su cuerpo se desintegra lentamente. Millones de moléculas pululan por un espacio azul, color del mar. Adriana siente su alma elevarse y desaparecer hacia el Sur.